He tenido la oportunidad de visitar un par de veces, en Washington, DC, el Museo del Holocausto. En ambas ocasiones, lo que me ha producido más asombro y dolor no ha sido el nivel de la maldad aterradora a la que puede llegar el ser humano, sino la contraparte indispensable para que esa maldad prevalezca en el tiempo y en el espacio. Me refiero al silencio de los ‘buenos’.
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